El Mercurio. 17.03.11. Por Cristián Warnken.
La espera hora a hora de las últimas informaciones que vamos recibiendo sobre el manejo de la dramática crisis en la central nuclear de Fukushima me hizo recordar una escena de "El sacrificio", testamento fílmico de ese cineasta-profeta ruso que fue Andrei Tarkovski. Alexander, un profesor y crítico de arte que acaba de jubilar y se retira a su casa construida con el esfuerzo de años, escucha por la radio alarmantes informaciones sobre un inminente conflicto nuclear entre las entonces superpotencias mundiales. La bomba atómica puede ser lanzada en cualquier momento, y el mundo desaparecer. Con desesperación, Alexander se arrodilla y reza, pidiéndole a Dios que salve al mundo, y a cambio se compromete a dos grandes sacrificios: enmudecer, no hablar nunca más y entregar todo lo que tiene si el planeta se salva. LEER MAS...
La crisis nuclear es superada y el mismo Alexander, ante el estupor de sus amigos y familia, procede -como en una suerte de ritual sagrado- a incendiar su propia casa, cumpliendo lo que había prometido a su Creador. ¿Es una locura lo que hizo Alexander y por eso merecería ser encerrado en un manicomio, o es un supremo acto de sacrificio que lo redime y nos salva a todos?
La crisis nuclear es superada y el mismo Alexander, ante el estupor de sus amigos y familia, procede -como en una suerte de ritual sagrado- a incendiar su propia casa, cumpliendo lo que había prometido a su Creador. ¿Es una locura lo que hizo Alexander y por eso merecería ser encerrado en un manicomio, o es un supremo acto de sacrificio que lo redime y nos salva a todos?
Tarkovski fue muy crítico de la civilización occidental, de su materialismo devastador: "Hemos creado una civilización que amenaza destruir a toda la humanidad. Ante esta catástrofe global, me planteo la única cuestión que me parece importante en sus principios: la pregunta por la responsabilidad personal del hombre. La pregunta por su capacidad de sacrificio interior, sin la que cualquier pregunta por lo espiritual resulta superflua".
"El sacrificio" fue filmada en 1986, en plena Guerra Fría. Han pasado más de 25 años, cayó el Muro de Berlín, se desmoronó el sistema soviético (el mismo que condenó a Tarkovski al exilio), cambió el "orden mundial", pero el diagnóstico de Tarkovski sigue vigente y actual. En 25 años la tecnología ha hecho avances espectaculares, la ciencia ha cruzado fronteras impensadas, pero ¿ha habido un desarrollo de la conciencia humana de la misma magnitud que ese formidable desarrollo material?
¿Qué han producido Europa o Estados Unidos en el ámbito estético o espiritual que se acerque a la magnitud proteica de los reactores nucleares? ¿Al servicio de qué ha sido puesta la inteligencia humana? ¿Han logrado la ciencia y los científicos una independencia de los intereses económicos o políticos tal que permita que uno pueda creer -en crisis como la que hoy vive Japón- los juicios tranquilizadores de algunos de ellos?
Esto se ve agravado por la habitual práctica de la clase política japonesa de ocultar información a la población, porque en la cultura nipona decir la verdad públicamente puede ser descortés. El contraste entre el civismo y estoicismo ejemplares del pueblo japonés y la falta de verdad y transparencia de su élite es revelador de una situación que tiende a darse, en distintas formas, en todo el planeta. Si la integridad ética alcanzara el mismo nivel de la avidez desbocada y del afán de poder que hoy campean en el mundo, podríamos dormir tranquilos. Lamentablemente, la vara moral ha llegado a su nivel más bajo, mientras los índices de radiación de Fukushima aumentan en forma alarmante. Todos somos responsables: hemos confiado cada vez más nuestras vidas a la tecnología, a las cosas, y delegado nuestra intransferible responsabilidad personal a los intermediarios de toda especie -políticos, expertos, etcétera.
El mundo está cada vez más afuera y cada vez menos adentro, en el corazón del hombre, que es donde se juega finalmente todo. Y ahí están los resultados: en este momento estamos condenados a ser los espectadores voyeristas de un Chernobyl en cámara lenta.
¿Qué estamos dispuestos a sacrificar -como Alexander, el personaje de Tarkovski- antes de que sea demasiado tarde?
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