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La lucha ecologista en los movimientos sociales

Publicado por AnimaLaradio martes, 22 de noviembre de 2011

Esta es una transcripción de la intervención de Daniel Jiménez, periodista de Noticias Positivas y miembro de Anticapitalistas, dentro de la charla “L@s Anticapitalistas y los movimientos sociales”, que tuvo lugar el pasado jueves en el A.C. Yemayá (Madrid).
El medio ambiente es una de las principales fuentes de movilización ciudadana en la actualidad. Esto se debe a que los graves efectos de los excesos del capitalismo globalizador sobre nuestros pueblos y ciudades, es decir, sobre el lugar que habitamos, son fácilmente visibles.
Aquí no hablamos de conceptos tan difícilmente entendibles para la población como “macroeconomía”, “burbuja financiera”. “prima de riesgo” o “especulación”, si bien es cierto que es necesario hacer un esfuerzo para entender lo que significan estas palabras, que al fin y al cabo no dejan de encubrir formas de explotación de los recursos naturales (y también humanos). LEER MAS...
Sin embargo, no hace falta un análisis tan sesudo para ver los resultados más palpables de dicha explotación en nuestro simple deambular cotidiano: están en el contaminado aire que respiramos; en ese mar, cada vez más oscuro, en el que nos bañamos; en esa lluvia que cada día escasea más en nuestros campos. Se podría afirmar que, de alguna manera, la lucha por el medio ambiente no es más que una reformulación de la lucha contra las amenazas que sufre nuestro entorno; una lucha por la supervivencia, en definitiva, ya que no podemos existir fuera de nuestro entorno.
De entre las diferentes manifestaciones de esta moderna lucha por la supervivencia, nos vamos a centrar en cuatro de ellas por su vigencia actual: las movilizaciones contra el cambio climático, contra la energía nuclear, el decrecimiento y la deuda ecológica.
El cambio climático
El próximo 28 de noviembre se inicia en Durban (Sudáfrica) una nueva Cumbre del Clima. Se trata de una cita de gran importancia, pues el próximo año 2012 será el último de vigencia para el Protocolo de Kioto, que deberá ser renovado o desechado finalmente. Si no se alcanza un acuerdo en Sudáfrica, resultará mucho más difícil conseguirlo en la cumbre del año que viene, cuando quede poco más de un mes para que Kioto expire.
Este planteamiento no debe olvidar que Kioto es sólo un primer paso, que en todo caso resulta claramente insuficiente. Este protocolo plantea una disminución de las emisiones de gases de efecto invernadero para 2012 de un 5% con respecto a los niveles de 1990. Sin embargo, según la comunidad científica, los países industrializados deberían ser mucho más ambiciosos y reducir sus emisiones en al menos un 40% para el año 2020, con respecto también a 1990.
Sólo así se podrá evitar que el incremento de la temperatura media del planeta, medido desde los niveles preindustriales, supere los dos grados, el nivel considerado como crítico, que dará lugar, según el consenso científico, a impactos catastróficos e irreversibles.
Para conseguir este importante avance, será clave la presión de la sociedad civil, que hasta el momento no ha sido capaz de doblegar las reticencias de los gobernantes a adquirir compromisos significativos. En este sentido, resulta sintomático ver cómo ya no hay ningún gobernante serio que haga caso de las teorías negacionistas del cambio climático, debido a las innumerables evidencias científicas existentes. Sin embargo, aunque el cambio climático está en todos los discursos políticos, lo cual está sin duda motivado por la presión popular, este reconocimiento del problema no se ha traducido en medidas de auténtico calado.
Como excepción que refuerza la regla general, en la cumbre del pasado año, en Cancún, se adoptaron algunos acuerdos, destacando la creación de un Fondo Verde dotado con 100.000 millones de dólares al año hasta el 2020 para apoyar los esfuerzos de adaptación al cambio climático en los países más pobres, y facilitar el uso de tecnologías no contaminantes. A pesar de este avance, se sigue sin firmar un acuerdo vinculante para la reducción de emisiones en todos los países. Este es el paso decisivo en la lucha contra el cambio climático, que difícilmente será asumido por los responsables políticos, salvo que la voz del pueblo se haga escuchar más fuerte que nunca en Durban y a nivel mundial.
La energía nuclear
Cuando a finales de este año se haga un balance de los acontecimientos más destacados de los últimos doce meses, sin duda que la tragedia de Fukushima, precedida del terrible terremoto y el tsunami posterior, ocupará un lugar especialmente destacado.
Sin embargo, mal haríamos en pensar que lo acontecido en la central nuclear de Japón bastará por sí solo para zanjar el debate sobre la energía nuclear. Si no lo hizo Chernóbil, ni tampoco Three Mile Island en 1979 (cuando se produjo un peligro escape radiactivo, afortunadamente sin víctimas, en una central nuclear de EEUU, otro país al que, por cierto, se le presume, igual que a Japón, un alto grado de desarrollo científico y técnico) tampoco lo tiene por qué hacer ahora Fukushima.
De hecho, el PP, que presumiblemente gobernará este país tras las elecciones del 20N, está lanzando mensajes en el sentido de que la fecha del cierre de la central burgalesa de Santa María de Garoña, previsto para el año 2013, es revisable y reversible. Un dato que resulta especialmente significativo es que Garoña y Fukushima son, como se suele decir en la terminología nuclear, hermanas gemelas: ambas empezaron a funcionar en el mismo año, 1971, y comparten tecnologías muy similares. Cierto es que Burgos no es una zona sísmica. Sí lo es la localidad murciana de Lorca, como desgraciadamente se vio este pasado mes de mayo. Precisamente, a 30 kilómetros de allí, en la costa de Águilas, Iberdrola intentó construir una central nuclear en el año 1974. Entonces el proyecto se paró gracias a la movilización social, que ahora va a volver a jugar un papel clave en la lucha antinuclear.
Por otro lado, la energía nuclear no solo no es segura, sino que además resulta, contrariamente a lo que argumentan sus fervientes defensores, claramente ineficiente desde el punto de vista económico. De hecho, sólo se construyen centrales nucleares en los países en los que existe un fuerte apoyo del estado. Ahí está el caso de EEUU, que llevaba más de 20 años sin construir una central, hasta que el presidente Obama ha accedido finalmente a construir dos centrales por la presión de los republicanos. Esto demuestra que solamente con este aval del Estado es posible acometer una  inversión de tan alto coste y riesgo.
Hay que recordar que se tarda entre 5 y 10 años en construir una central nuclear. En cambio, las unidades productoras de energías renovables pueden estar funcionando en cuestión de meses, porque son de mucho menor tamaño y se construyen a una velocidad no comparable. De hecho, las unidades que se instalan en un año en España de energías renovables son el equivalente a tres centrales nucleares, las cuales tardarían en construirse 30 años.
El decrecimiento
En Anticapitalistas afirmamos que hoy día, ser ecologista significa ser forzosamente anticapitalista, ya que el capitalismo promueve el crecimiento económico ilimitado, que es evidentemente inviable en un planeta finito como el nuestro. Este mismo razonamiento es el que da base a una importante corriente de pensamiento llamada decrecimiento, que se opone tanto al capitalismo neoliberal como a las soluciones keynesianas contra la crisis.
Los partidarios del decrecimiento proponen una disminución, en el ámbito de la economía, tanto del consumo como de la producción, de forma controlada y racional, para conservar tanto el clima como los ecosistemas, y por extensión, también la vida humana. Esta transición se realizaría mediante la aplicación de principios más adecuados a una situación de recursos naturales limitados que no debemos malgastar, como sucede actualmente, ya que consumimos más recursos que los que la Tierra nos ofrece. De hecho, según las proyecciones, en este año se usará el 135% de los recursos que la Tierra puede generar en 365 días. Para satisfacer esta demanda de forma continuada, se necesitaría entre 1,2 y 1,5 planetas.
Es por tanto necesario reducir la escala de la producción y el consumo y apostar por la relocalización de la economía. La actividad económica con base local es siempre más eficiente que la economía globalizada, que conlleva largos transportes de mercancías y por tanto, un mayor gasto de recursos.
El decrecimiento también significa apostar por la cooperación, el intercambio, la durabilidad y la sobriedad, frente al individualismo, el despilfarro o la obsolescencia programada del capitalismo. En resumen, hablamos de una reconsideración de conceptos como el poder adquisitivo y el nivel de vida, que en el capitalismo es sinónimo de nivel de consumo, como diría Galeano. Se trata de toda una descolonización del imaginario colectivo para que éste se libere de los mitos del capitalismo, por usar los términos de Serge Latouche, uno de los máximos estandartes del decrecimiento.
La deuda ecológica
Últimamente, no hay día en que no nos levantemos con un nuevo capítulo de ese robo a mano armada eufemísticamente bautizado como “crisis de la deuda soberana”. En cambio, poco se habla de la deuda ecológica, a pesar de que esta es una reivindicación histórica de los movimientos sociales que llevan décadas denunciando el chantaje de la deuda externa, mucho antes de que este asunto fuera portada de los periódicos, en una época en la que esta tragedia no importaba tanto, seguramente porque sólo la sufrían los países del Sur.
Debido a este chantaje de la deuda externa, los países empobrecidos se ven obligados a tomar multitud de medidas impopulares para garantizar el pago de lo que supuestamente se debe. Algunas de estas medidas las conocemos sobradamente: recortes del gasto social, privatizaciones de servicios básicos, como la educación y la sanidad, apertura de los mercados y desregulación.
La deuda ecológica no deja de ser otra de las consecuencias de dichos planes de ajuste. Este término define el expolio de recursos naturales que sufren los países del Sur, que se ven obligados a dejar sus riquezas naturales en manos de los estados y las multinacionales del Norte para poder pagar.
Muchos de estos países pobres se ven forzados, debido a esta dinámica, a especializarse en la exportación de materias primas, lo que impide que desarrollen una industria local fuerte que permita un desarrollo autocentrado e independiente. Esta exportación incluye la venta al Norte de alimentos. Nos encontramos así con la triste realidad de países que exportan sus mejores productos alimenticios, pero que al mismo tiempo no pueden garantizar la soberanía alimentaria de sus propios ciudadanos, que a menudo pasan hambre.
La deuda ecológica también hace referencia a la destrucción del planeta causada por los patrones de consumo y producción de los países ricos. Estos patrones, a pesar de que sólo son disfrutados por el 20% de la humanidad, afectan también al 80% restante, es decir a la población de los países pobres. No en vano, los desmanes del actual sistema económico son responsables de problemas globales tan graves como la emisión de gases de efecto invernadero, el cambio climático y la contaminación de los mares y de las tierras de cultivo.
Problemas que sufren los pueblos más humildes, pese a que no han sido ellos los que los han causado. En este sentido, ocurre algo que ya estamos viendo en la crisis económica. Esta última también ha sido causada por una elite, pero sin embargo, los paganos principales son las víctimas del sistema. Salvo que se produzca un levantamiento masivo de la ciudadanía, basado en una toma de conciencia de su propia situación, que dé lugar a una revolución, que deberá ser en todo caso pacífica y democrática, que sea capaz de romper las lógicas de dominio del actual sistema capitalista. Unas lógicas de domino que, como decíamos al principio, atentan no solo contra nuestra dignidad, sino también contra la propia supervivencia del planeta, y por tanto del ser humano.

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